No empieza bien DMZ; el dibujo es feísta, el protagonista no resulta convincente -de hecho a mí se me hace antipático durante toda la serie- y las primeras peripecias parecen apuntar directamente a los clichés no demasiado originales de esos mundos postapocalípticos tan típicos de la ciencia ficción. Pero no, afortunadamente en cuanto el personaje de Matty se asienta en la zona desmilitarizada y asume las implicaciones de su condición única en el lugar, la serie comienza a remontar y toma vuelo rápidamente.
DMZ se revela como una serie mucho más realista y mucho más alejada de los tópicos de género de lo que se pudiera pensar en un principio. El escenario es todo lo imaginario que queramos -una segunda guerra civil norteamericana, con la ciudad de Nueva York como frontera entre ambos bandos enfrentados- pero el tratamiento de las causas y consecuencias, el reflejo de las oscuras motivaciones que recorren como un río subterraneo todo el conflicto y la descripción de los poderes fácticos que intervienen en él, desde gobiernos, milicias, señores de la guerra, medios de comunicación y sus inevitables manipulaciones, y corporaciones y sus no menos mezquinos intereses en reconstrucciones posteriores -así hasta llegar a la sufrida población civil- es de tal verosimilitud que bien podría afirmarse que muestran casi con rigor documental lo que significa hoy en día una guerra.
Más aún, diría, y es el mayor elogio que podría hacerle, que por la manera en que va explorando todas y cada una de las capas y estamentos del conflicto, siempre con la pausa justa y siempre demorándose en cada uno de ellos lo que cada uno de ellos demanda, sin por esto olvidarse jamás de ningún aspecto o manifestación de la guerra -por no olvidar no se olvida ni de echarle una mirada al arte callejero que se genera durante el conflicto-, el guion de Brian Wood me recuerda a las producciones, también cuasi periodísticas, de David Simon para HBO. Y eso, insisto, son palabras mayores.