lunes, 16 de abril de 2012

Tintín en el Tíbet, de Hergé

Lo diré primero para poder desdecirme después: si no fuera por lo muchísimo que las disfruté de pequeño,  las aventuras de Tintín serían para mí firmes candidatas al clásico más sobrevalorado de la historia del tebeo. Afortunadamente aún tengo vivo el recuerdo de la emoción que me provocaban en la adolescencia temprana, aunque ya de mayorcito nunca he consegido repertir esa sensación tan agradable. 

Sigo apreciando el dibujo detallado y realista del Hergé maduro, la elegancia de la línea clara, la belleza de sus colores sencillos, muy pop y muy eficaces ellos; las ocurrencias de un Capitán Haddock o la sordera de un Tornasol, pero me fallan las tramas. Se me caen de las manos unas historias que parecen estructurarse  siempre, o casi siempre, en torno al viaje, al exotismo de postal de lo diferente y  de unos gags la mar de inocentes. 

En este caso, montaña arriba, montaña abajo, Haddock que se cae o que no se cae, Milú que se emborracha y los nativos, como siempre en Hergé, que resultan ser un atajo de supersticiosos cobardes con escaso sentido del honor. Pero ah, amigo, aun en su simpleza, que maravilla el Tibet dibujado por Hergé, ese manto blanco que dota al tebeo de una textura especial, única. 

Creo que esa es la forma adecuada de leer este Tintín en el Tíbet: olvidarse un poco de los textos farragosos, renunciar a seguir su argumento insuficiente, y disfrutar de lleno con el escenario. Y con la increíble pericia de la que da muestras este Hergé ya  completamente dueño y señor de sus recursos narrativos. 

Decía al principio que si no fuera por mis recuerdos de infancia la serie de Tintín estaría en mi lista de clásicos sobrevalorados. Es mentira, álbumes como Tintín en el Tíbet la convierten en uno de los clásicos más justamente acreedores a dicha consideración. Y no sigo que cambio de opinión otra vez...

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