miércoles, 25 de julio de 2012

DMZ, de Brain Wood y Riccardo Burchielli



No empieza bien DMZ; el dibujo es feísta, el protagonista no resulta convincente -de hecho a mí se me hace antipático durante toda la serie- y las primeras peripecias parecen apuntar directamente a los clichés no demasiado originales de esos mundos postapocalípticos tan típicos de la ciencia ficción. Pero no, afortunadamente en cuanto el personaje de Matty se asienta en la zona desmilitarizada y asume las implicaciones de su condición única en el lugar, la serie comienza a remontar y toma vuelo rápidamente.

DMZ se revela como una serie mucho más realista y mucho más alejada de los tópicos de género de lo que se pudiera pensar en un principio. El escenario es todo lo imaginario que queramos -una segunda guerra civil norteamericana, con la ciudad de Nueva York como frontera entre ambos bandos enfrentados- pero el tratamiento de las causas y consecuencias, el reflejo de las oscuras motivaciones que recorren como un río subterraneo todo el conflicto y la descripción de los poderes fácticos que intervienen en él, desde gobiernos, milicias, señores de la guerra, medios de comunicación y sus inevitables manipulaciones, y corporaciones y sus no menos mezquinos intereses en  reconstrucciones posteriores -así hasta llegar a la sufrida población civil- es de tal verosimilitud que bien podría afirmarse que muestran casi con rigor documental lo que significa hoy en día una guerra.

Más aún, diría, y es el mayor elogio que podría hacerle, que por la manera en que va explorando todas y cada una de las capas y estamentos del conflicto, siempre con la pausa justa y siempre demorándose en cada uno de ellos lo que cada uno de ellos demanda, sin por esto olvidarse jamás de ningún aspecto o manifestación de la guerra -por no olvidar no se olvida ni de echarle una mirada al arte callejero que se genera durante el conflicto-,  el guion de Brian Wood me recuerda a las producciones, también cuasi periodísticas, de David Simon para HBO. Y eso, insisto, son palabras mayores.

domingo, 15 de julio de 2012

A god man, de Lynd Ward



Al parecer antes del Yellow kid y las tiras de prensa, que suelen ser unánimemente reconocidas como el punto de arranque del cómic entendido como industria, la narrativa dibujada fue sobre todo una curisosidad pictórica desarrollada por artistas como Rodolphe Töpffer, Frans Masereel o Gustav Dore. De ese período inaugural las novelas mudas de Lynd Ward, talladas en madera, pueden considerarse como el último exponente de una forma de hacer  historietas entendida como arte; libre de imposiciones comerciales y más atenta a sus posibilidades expresivas que a las exigencias dictadas por las cifras de ventas.

Si en el apartado gráfico los referentes principales de Ward pueden situarse en ilustradores como Otto Nückel o el propio Masereel, en lo narrativo uno tiene la impresión de hallarse ante un genuíno film de la época. El caracter alegórico  y algo simplista de su trama le confiere cierto aire a clásico del período mudo -no olvidemos que A god man tiene fecha de  1929-; a película como Las tres luces, de Lang, La carreta fantasma de Victor Sjöström o El septimo cielo de Frank Borzage, por decir algunos títulos más o menos conocidos. 

Con todo lo que más se disfruta de esta novela gráfica antes de las novelas gráficas es la fuerza expresionista de su talla, admirable en su magestuoso dominio de los espacios y los encuadres, de los  juegos de luces y sombras, y en especial de las expresiones faciales y corporales, siempre de gran belleza plástica.

En fin, lo dicho, un clásico. 


martes, 10 de julio de 2012

Sofía y el negro, de Judith Vanistendael



No recuerdo a quién se lo escuché en una charla-coloquio sobre la novela gráfica: la moda de la novela gráfica ha liberado a los autores de la obligación de los géneros tradicionales, pero amenaza con imponerles uno nuevo, a saber, el de los relatos biográficos y/o socialmente comprometidos. 

No es difícil constatar hasta qué punto los editores parecen subidos a un carro que promete por sí solo ser capaz de dignificar al medio. Lo cual podrá ser bueno desde un punto de vista comercial, no lo niego, -si cuela cuela y  si vende vende- pero es una equivocación desde el punto de vista del lector. Ningún género ni temática garantizará jamás la valía de una obra, y el autobiográfico o/y socialmente comprometido tampoco, por más respetable que parezca. Es más, diría que en lo personal empieza a pasarme con él lo que ya me pasa desde hace tiempo con superhéroes y ciencia ficción, géneros que me resultan cargantes en sí mismos y a los que siempre me acerco con un cierto recelo que a la obra no le queda más remedio, injustamente, lo sé, que superar. 

Cosa que por fortuna, en especial para mí, logra sobradamente la pericia narrativa de Vanistendael. Y eso que la temática de Sofia y el negro se presta a ciertos tópicos habituales en las obras de género social. Pero el relato sabe esquivar estos riesgos amparándose en una exposición sencilla y nada melodramática de los hechos, sin alardes efectistas, sin extremar desgracias, sin apelar al discurso panfletario ni incendiario, sin querer convencernos de nada y sin santificar ni demonizar a nadie. El itinerario que describen las vidas de Abu y Sofía se nos presenta como un trayecto difícil, traumático en muchos aspectos, pero en él  lo negativo nunca desborda ni adquiere un peso mayor del que tienen los aspectos positivos de su vivencia compartida, o al menos nunca de una manera excesiva que pudiera romper el frágil equilibrio de la narración. 

El resultado es una obra de marcado carácter testimonial, impecable en su construcción y que deja, o al menos a mí me lo deja, un loable regusto a honradez y sinceridad.